Despidiendo a mi perro

   He rescatado cuatro escenas que la arena del tiempo no ha logrado sepultar, cuatro acuarelas mudas que narran, con la precisión de los sueños, la historia de una despedida que se niega a ser final. En la primera imagen, una muchacha de largos cabellos toca la tierra; confíandole un tesoro perecedero y sembrando una ausencia. El universo, en ese instante, se reduce al contacto de la palma humana con el polvo milenario.  En la segunda escena vemos a un perro saliendo de la gleba, como una idea que recobra su forma. La tierra que es madre y tumba ha rechazado la quietud. El perro brota de la oscuridad geológica; es la lealtad más fuerte que la biología, una fuerza que se niega a disolverse en la nada.  La tercera acuarela nos muestra  el descenso de la montaña. La muchacha dando la espalda a lo que ha dejado arriba, nos revela en su andar esa pesadumbre de quien sabe que cada paso la aleja del tiempo sagrado de la muerte y la reingresa al tiempo profano de los hombres. Ella está bajando de la montaña con la espalda encorvada por el peso de una ausencia que cree definitiva. Sin embargo, el artificio de la acuarela nos devela lo que ella ignora: el perro ya está ahí, con esa lealtad que no entiende de fronteras entre la vida y la muerte. Pero ella no lo ve porque el dolor es una forma de ceguera. La montaña queda atrás, inmutable, como un ídolo de piedra que custodia un secreto. Pero en la última acuarela  que cierra el ciclo sin cerrarlo, vemos a la muchacha nuevamente.  Alrededor de ella, girando en una espiral eterna, orbita el perro fantasma; es una forma hecha de aire y de memoria, translúcida pero indeleble; el animal no ha vuelto a la vida, ha vuelto a la eternidad. Gira alrededor de ella como giran los astros, tejiendo un laberinto invisible del que ninguno de los dos querrá salir jamás. Comprendemos entonces que la muerte no es ruptura, sino un cambio de estado, y que el olvido es, afortunadamente, imposible.